Apremiada por el plazo fijado por el Gobierno de España,
la nueva Caja de Castilla y León ha negociado contra reloj la alianza
estratégica imprescindible para sobrevivir a las nuevas condiciones
(capital básico) exigidas a las entidades financieras. Por lo que
sabemos y se ha comunicado oficialmente al Banco de España, existe un
principio de acuerdo con Mare Nostrum, grupo constituido por cuatro
cajas de otras tantas comunidades bajo la fórmula del SIP o fusión fría.
Salvo sorpresa de última hora, esta misma semana Caja
España-Caja Duero sellará la alianza con dicho grupo y su
correspondiente banco, en el que pasará a participar con la parte
alícuota correspondiente. En consecuencia, en un plazo récord saltarán
por los aires las principales señas de identidad que justificaron la
fusión de las dos principales cajas de Castilla y León: el marco
territorial y el mantenimiento de la naturaleza jurídica original. En
breve, la Caja de Castilla y León formará parte de un banco, lo que
diezmará aún más su ya depauperada obra social. Por medio habrán
sucumbido más de 200 oficinas y cerca de 900 empleos.
Cierto es que toda esta vuelta del calcetín obedece a la
necesidad de alcanzar la elevada capitalización impuesta por el
Gobierno, que ha cogido con el paso cambiado a la inmensa mayoría de las
cajas. Pero también es innegable que ello ha dejado al descubierto que
la fusión de Caja España y Caja Duero, lejos de resolver el lastre
financiero que ambas cajas arrastraban por separado, no ha hecho otra
cosa que agravarlo. Y que, al margen de que a mitad del partido se hayan
cambiado las reglas del juego, la nueva Caja de Castilla y León se
encontraba en una situación bastante precaria, consecuencia de su alta
exposición al riesgo inmobiliario.
Con candorosa ingenuidad, uno llegó a creer que, una vez
consumada la fusión y consensuado un presidente profesional, la
injerencia política remitiría en beneficio de la deseable
profesionalización de la gestión. Pero los hechos han venido demostrando
que el PP y el PSOE han seguido interfiriendo tan descaradamente como
nos tenían acostumbrados. No se ha soltado ningún lastre político. Todo
lo contrario. Los consejeros generales (antes 280) ahora son 320 y
llevan dos años pasados de fecha, el Consejo de Administración no se ha
reducido, se ha trampeado la ley para poder suplantar a la comisión
ejecutiva y de un solo máximo responsable ejecutivo (el director
general) previsto en el pacto de la fusión, se ha pasado a dos por mor
de la contratación de ese presidente profesional, con la consiguiente
bicefalia. De la desconexión entre los puentes de mando sitos en León y
Salamanca da idea el solapamiento horario que trascendió recientemente
respecto a las convocatorias de comisiones y órganos internos, que, ante
la carencia del don de la ubicuidad, impedía asistir a las reuniones a
buena parte de sus miembros.
¿Quién manda realmente en la Caja?, preguntó hace unos
días el que suscribe a un destacado miembro del Consejo de
Administración (del PP, por más señas). «Realmente, no manda nadie»,
contestó. Por un momento me vino a la memoria la inefable frase de la no
menos inefable exministra de Cultura Carmen Calvo: «El dinero público
no es de nadie». Supongo que fue un lapsus y que quería decir que el
dinero público es de todos. Excepto el prestado por el FROB, el de las
cajas no es dinero público. Y, sin embargo, está controlado por el poder
político. En el caso de la nueva Caja de Castilla y León, sin ninguna
duda por la Junta, que es la que primero avaló al nuevo director
general, Lucas Hernández, y después apadrinó al presidente, Evaristo del
Canto, eso sí, siempre con el seguidismo (especialmente ciego en el
segundo caso) del PSOE.