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La silueta del Che (Antonio Zurdo)

1er. Certamen Relato Corto (Relato Finalista)


Este artículo se publicó originalmente en Prejubilados (Area de prejubilados y jubilados de Madrid) ,


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CERTÁMEN RELATO CORTO Área Prejubilados Comfia CCOO.       Título: “La Silueta del Che”

 


Madrid, 18 Abril 2009    Autor: Antonio Zurdo. Pseudónimo/Plica: “Libélula Escarlata”



I

 


 “Huevos Sorpresa”- reza un cartel junto a una pila de huevos en forma de pirámide, cuidadosamente construida sobre una mesita de tijera de madera. La gente que pasa mira y sigue, no se detiene. Van derechos a la ropa barata y la verdura. Estos tiempos de aguda crisis no dan para caprichos. Además, a esa hora los niños están en el colegio.

 


Los huevos, primorosamente envueltos en papel pijama de distintos colores, urgen la atención del transeúnte, pero nadie para. Tras la pirámide cromática, un hombre de edad imprecisa, entre 55 y 60 años, sentado en una silla de tijera de madera con libreta y bolígrafo, aparece pensativo. Ajeno a cuanto le rodea, el fluir de gentes, la voz pregonera de puestos vecinos… de vez en cuando escribe.

 


- ¿Son de chocolate? – Le pregunta alguien sacándole de su ensimismamiento.

 


- ¡Ah, sí! Son de chocolate.

 


- ¿Y tienen sorpresa?

 


- Por supuesto, caballero. Una sorpresa un tanto original.

 


- ¿Cuánto valen?

 


- Dos euros uno, y tres euros dos.

 


 - Son caros. Por lo menos el chocolate será bueno.

 


- Exquisito, caballero. – Y le acerca una pequeña bandeja con trozos de chocolate. Coge uno y lo saborea.

 


- Es cierto, es finísimo. Déme uno.

 


El hombre del puesto coge un huevo de un bolsón depositado sobre un taburete también de tijera.

 


- Tenga caballero, muchas gracias.

 


Y el transeúnte se aleja, mientras se guarda el huevo en un bolsillo de la cazadora. Se para y vuelve. Ahora contra corriente, le cuesta regatear entre el gentío. Por fin llega.

 


- Mejor me llevo dos. – Y deposita sobre la mesa una nueva moneda.

 


- Muy bien, caballero. – Y le entrega un huevo del mismo color que hace un momento.

 


El transeúnte pregunta curioso.

 


- Si tiene de varios colores, ¿por qué me lo da igual que el otro?

 


- Cada color corresponde a una edad, a un sexo. Vamos, no tiene mucha importancia, es casi un capricho. Pero si Vd. quiere, se lo cambio por… ¡sí, por éste! Precisamente, éste es un huevo especial.

 


- Bueno, vale, aunque sólo sea por tener uno de cada color. Adiós, señor.

 


- Adiós, caballero, que tenga buen día.

 


Coge de nuevo su libreta y se sienta, cuando repara en una señora pulcramente peinada y vestida. Parada frente al puesto, es zarandeada por la riada humana. Avanza un poco. El señor del puesto suspira aliviado. Ya no la empujan. Al acercarse más, los ojos del tendero se clavan en un adorno que la señora lleva prendido en la solapa izquierda de la torerilla. Es una libélula escarlata de nácar, realmente original. La señora se interesa vivamente por la pirámide, a juzgar por la lentitud e intensidad con que mira uno a uno los huevos del puzzle.

 


- Disculpe, señor. ¿Puedo coger este? – Y señala un huevo color violáceo que hace vértice por arriba.

 


- Por supuesto, señora. Cójalo.

 


La señora lo coge con sumo cuidado para no desmoronar la construcción, y el señor repone al momento el huevo quitado, con otro del mismo color.


- ¿Los colores son aleatorios?

 


- En absoluto, señora. Pero Vd. ha acertado en la elección: Ha escogido el que le correspondía. Son dos euros.

 


- ¡Ah, sí! Tenga. Mejor, déme dos, así llevo uno a mi nieta.

 


- ¿Qué edad tiene?

 


- Cinco años. Es una hermosura de niña.

 


- Tenga, le gustará. – Y le entrega un huevo amarillo chillón que la señora guarda con devoción junto al de color violáceo. Casi se iba, y el señor se permite una licencia.

 


- Perdone, señora, me llama la atención que Vd. no lleve carro de la compra.

 


- ¡Ah, no! Vivo con mi hija y no quiere que compre en el mercadillo. Dice que la ropa es robada y la fruta de muy baja calidad. Es una exagerada. Pero a mí me gusta venir cada martes y siempre me llevo algo útil. Además, ¿sabe? me atrae el color abigarrado de los puestos, el bullicio de la gente, la disputa pregonera de gitanas, payos… ¿Oye Vd.? - En ese momento alguien vocea:

 


- “Melones a 1,15 ¡el kilo, oiga! Acérquese joven, pruebe esta raja, mire qué dulce, si es pura pulpa de…”   

 


- Yo lo tengo a 1,10. Vea señora, de piel de sapo, y amarillito por dentro. Si me dan ganas de darme una “jartá”

 


- Sí lo oigo, sí… si pongo atención. – Retoma tras el paréntesis la conversación.

 


- ¿Qué escribe Vd. si se puede saber?

 


- Frases, microhistorias…

 


- ¡Qué curioso! ¡Es Vd. escritor!

 


- ¡Oh, no! No soy más que un maestro, un maestro de pueblo. Bueno, un “exmaestro” para más precisión. El éxodo rural me ha puesto en la calle. Soy lo que llaman un “prejubilado de enseñanza”

 


- ¡Claro! Y mientras vende la mercancía, escribe unas líneas. ¿Qué hace luego con lo que escribe? Y perdone…

 


- ¡No! Está en su derecho. ¡Mire!

 


Y coge el último huevo depositado en la pirámide. Lo desenvuelve, lo abre con lentitud ceremoniosa pero con habilidad, consiguiendo dos mitades exactas. En su interior aparece un papelito. Se lo da a la señora, que lo coge con creciente complicidad. Lo desdobla, se ajusta las gafas, y finalmente lee para sí:

 


- “A la mujer bella cien ojos la persiguen. A la mujer inteligente, apenas diez, pero llenos de envidia. Y ante la mujer bella e inteligente, los luceros dejan de parpadear y los cielos enrojecen y truenan”.

 


- ¡Esto es muy hermoso!

 


- Como su nieta. ¿No dijo Vd. que su nieta era una niña…

 


- ¡Ya! Pasión de abuela. ¡Ah! Le tengo que pagar también este huevo. – Dice echando mano al monedero.

 


- ¡No por dios! Es un obsequio. Conque le haya gustado es suficiente.

 


- ¿Gustado? He de reconocer que me ha sorprendido. Es Vd. una persona muy original.

 


- En algo he de matar el rato, a la vez que obtengo algún dinero. La prejubilación tiene la ventaja impagable de regalarte el tiempo, que junto a la salud es lo más preciado de la vida. Sin embargo, te merma el talego de los ingresos. Es una incómoda servidumbre  ¿Comprende?

 


- ¡Perdone! ¿Me da un huevo azul? – Irrumpe un adolescente con aire de prisa.

 


- Ten chaval, son dos euros. Adiós, adiós.

 


- Me llamo Ágata, Ágata Peñaranda. – Se presenta la señora apenas ido el chico.

 


- Un nombre precioso. Sin embargo yo tengo un nombre tan antiguo como los tiempos. Me llamo Baldomero, Baldomero Celorio.

 


- Celorio… No será Vd. asturiano. Hay un pueblecito…

 


- ¡Ya, ya! Le conozco, un pueblo pintoresco. No he tenido la suerte de nacer junto al mar, como mis antepasados. Soy del interior, de la alta estepa castellana, de Autillo de Campos, una aldea perdida Palentina. ¿Y Vd.?

 


- Yo soy de Macotera, Salamanca. Un pueblo de gente bravía, amante de jotas y de toros.

 


- ¿Cuánto valen sus huevos? - Dispara una treintañera fogosa, pechugona, desenfadada, casi descarada, con atuendo entre informal y atrevido.

 


- A dos euros.

 


- Muy caros. Me voy.

 


- Espere. ¿Cuántos querría Vd.?

 


- Dos docenas. Tienen “cumple” mis gemelos. Se me llenará la casa de mocosos y de trenzas rubias y morenas.

 


- Le hago un buen precio, señora. Al llevar tantos, se lo dejo a un euro por huevo, y le regalo este para Vd. ¡Ah!, No lo abra hasta esta noche, pasado el jaleo de la fiesta.

 


- Le haré caso. Tenga su dinero, y vengan los huevos... ¡Adiós!

 


- Perdone Baldomero, le estoy ahuyentando la clientela. Me voy ya.

 


- ¡No por dios, Ágata! Al contrario, su presencia en el puesto me sirve de reclamo. La gente se interesa al verla a Vd. aquí. Pero es muy libre de irse cuando quiera.

 


- ¿Cuándo acaba Vd.? Me gustaría tomar un Ribera del Duero con unas raspas de cecina… Me ha caido Vd. tan bien… Me resulta un tipo interesante.

 


-  No tengo perdón, Ágata. En mis días mozos éramos los hombres los que piropeábamos a las chicas, y ya ve.

 


Ahora mismo pliego, como dicen los catalanes, y acepto encantado su invitación. Aunque le anticipo que los vinos los pago yo. ¡Faltaría más! Además, tengo una mañana redonda, y hay que celebrarlo.

 


- ¡No por dios! No puedo consentir que cierre Vd. el puesto por un capricho tonto. – Dice ruborizada- Quedamos a la una y media en la taberna de la esquina, si le viene bien.

 


- Es una idea justa. – Y con complacencia ve perderse entre la muchedumbre a esa mujer pulcramente peinada y vestida. De pronto repara en que la pirámide está achatada. Se apresura a reponer el huevo del vértice que abrió para Ágata, mientras piensa:

 


- ¿Abuela? Pues no debe pasar de los cincuenta y cuatro. Y tiene una madurez tan hermosa….

 


Y sus ojos se revuelven inquietos, mientras sus manos vuelven al bolígrafo y la libreta, y a la silla las posaderas.

 


II

 


El transeúnte, que compró después a muy buen precio un cinto marrón y una cartera de bolsillo en un puesto de cueros, viaja en estos momentos en autobús. Absorto en sus pensamientos, cede por inercia el asiento a una embarazada, mientras se pregunta cómo ha sido tan jilipollas de estar veintidós años cebando mes a mes un plan de pensiones para mejorar la jubilación. De pronto aparece una crisis generada por los putos gringos, y tu dinero, en el mejor caso, se queda en la mitad. Todo para que encorbatados ejecutivos se compren autos de lujo, mansiones en la playa, yates… ¡Putos especuladores! ¡Hijos de pe… Un frenazo le corta la palabra como una guillotina.

 


¿Autónomo? ¡Seré pringao...! Mejor me habría ido de chupatintas en cualquier dependencia estatal o autonómica. O en la banca, que bien lo dice el “monopoli”: La banca nunca pierde. Si no, ahí tienes a Botín. ¡Cómo se ha puesto las botas “el muy gato”! A tiempo compré la bodega  y la buhardilla en el casco antiguo. Por poco que dé el alquiler…

 


¡En fin! Ya en su parada salta de un brinco a la acera, y ¡vaya! Uno de los huevos sale rodando cuesta abajo. Lo recupera, se sienta en un banco bajo una acacia cuajada de flores blancas y lo abre. Extrae el papel de su interior y lee: Un topo hace su hura en primera línea de playa. Se pasea ufano entre sus congéneres que desaprueban “tamaña” imprudencia. Esa misma noche llega la gota fría. Una gran tormenta descarna la playa. El topo salva la vida de milagro refugiándose en las huras de sus paisanos, ¡cuatrocientos metros orilla adentro! Avergonzado, lamenta su error. ¿Alguna vez aprenderá y rectificará el hombre? - Piensan los topos.

 


- ¿No te jode el mercachife este? ¡Aprendiz de Sócrates! - Sí, recuerda confusamente el autónomo transeúnte que Sócrates, u otro filósofo “parecido”,  vendía su sabiduría en un mercado… ¡Los griegos! Ese sí que fue un gran pueblo… Si es que ya está todo inventado. Reanuda la marcha y se come las dos mitades del huevo.

 


III

 


- ¿Me pone un Ribera del Duero?

 


- Enseguida, señor. ¿Le apetece con raspa de cecina?

 


Después de un rato de mirar a la calle, al techo, al reloj, de saborear el aperitivo…

 


- Qué raro. Tuve la impresión... Se habrá retrasado. Aparecerá en cualquier…

 


- No esperará Vd. a una señora – Dice el barman

 


- Sí, sí, a Ágata. Iba a tomarme unos vinos con ella.

 


- Tome. Me dejó esto para Vd. – Y le alarga un sobre con bordes floreados, que toma, abre y lee con avidez:

 


- Como ve me he adelantado. Los Rivera los he pagado yo, el mío y el suyo. Si quiere seguir jugando… A Vd. que es de tierras norteñas le gustará el cocido maragato, y sé de un lugar que lo hacen… ¡para chuparse los dedos! - Y debajo venía una dirección. Baldomero que nunca se ponía nervioso, se encuentra al rato ante la puerta un tanto sorprendido. Tras un suspiro, toca el timbre. Aprecia cómo se corre la mirilla y escucha:

 


- ¡Abuela, es un señor!

 


- Sí, un personaje misterioso que vende sueños e ilusiones. ¡Ábrele, cariño!

 


- Pero abuela, tú siempre dices que no abra a desconocidos.

 


- A este señor ya le conocían en la antigua Grecia. Ábrele, que en esta casa es bien recibido.

 


Abre la niña y al instante Baldomero identifica colgando sobre su pequeña blusa una libélula escarlata en cartulina, en su mano medio huevo de chocolate, y en su boquita unos berretes marrones.

 


- ¿Está rico, eh?

 


La niña, azorada, corre chispoleta hacia el interior, de donde emana ¡efectivamente! un fuerte olor a cocido. Identifica también dos papelitos que descansan sobre una repisa de la entrada, junto a la caja de llaves. Uno reza: Convoqué a la serpiente que escuchó mi voz con inmovilidad pétrea. La vi marcharse con aire de lamento por el tiempo perdido. El otro, más largo, ponía: Vi al Anacoreta del Siglo XXI sobre una loma pelada. Con un gigantesco telescopio violentaba la quietud secular de estrellas lejanas. ¿Has visto a Dios? Le gritó una grulla que majestuosa emigraba a las tierras del sur. La respuesta la ahogó un caza americano, que atronó el aire camino de algún conflicto bélico. 

 


- ¿Sabes Ágata? Lo de Grecia es una lisonja, una adulación. ¡Muy agradecido! Pero ese olor a cocido tan rico, seguro que no lo hace ni Atenea, ni Minerva, ni ninguna diosa del Olimpo.

 


- Anda, pasa, ¡Sócrates! y explícame lo de la serpiente, y qué respondió el Anacoreta a la grulla del sur.

 


Y pasillo adelante la contestó: - ¡Pues es muy sencillo!

 


- Y la libélula escarlata reproducida con escrupulosa exactitud en la cartulina del huevo sorpresa de mi nieta...

 


- ¡Ya ves, Ágata! En el mundo se dan mil casualidades al segundo. De muchísimas no nos damos cuenta.

 


Contesta Baldomero tomándole las manos con calidez. Le besa en la frente y finaliza:

 


- A ver si ese cocido maragato se deja acompañar por este vino que traigo. Sería una buena señal.

 


IV

 


El martes siguiente el Autónomo vuelve al mercadillo; quiere ver al mercachife ese. Parece un tipo listo, por lo menos original. La vida es de los que rompen moldes, y ese sujeto… Tal vez saque de él alguna idea, alguna pauta que mejore su pequeño negocio. Tras un largo rato, pregunta a unos municipales que recorren los puestos.

 


- Sí, un tipo raro que vendía chocolates. No tenía licencia, lo echamos. No creo que se le ocurra volver.

 


- ¡Maldita sea! Guripas ignorantes… - Rumia para sí.

 


Y toma el transporte público. Contrariado mira por la ventana. Algo le llama la atención.

 


- ¡Joder! ¡El tipo de los huevos de chocolate! Sentado en el parque, junto a una señora... ¡Se miran y acarician!

 


Impulsivo,  va a tocar el timbre de parada, pero se arrepiente. No tiene derecho a romper tan hermoso hechizo. Aún puede ver en un parterre de césped junto a la pareja, a una niña de corta edad que, chispoleta,  vuela una cometa amarilla con una estrella azul. En la siguiente parada cede el asiento a un ciego, cuyo bastón tiene incrustada en la  empuñadura una cerámica vidriada con la silueta del Che. Es llamativa la silueta policromada del Che. La mano ociosa del Autónomo topa con un objeto redondo en el bolsillo de su cazadora. ¡El segundo huevo! ¡El huevo especial! Lo desenvuelve con impaciencia, lo abre y en su interior encuentra tres papelitos. Uno decía: Hay quien persigue la felicidad cien años, y no la encuentra. Hay quien se sienta a la luz de la luna, y en su frente gozosas se posan las estrellas. Otro resultó ser… ¡una cometa  amarilla en miniatura, con una estrella azul! El tercero, una cartulina redonda tamaño moneda, con la cara del Che.

 


- ¡La cometa de la niña! ¡El bastón del ciego y la silueta del Che! ¡No puede ser! - Nervioso martillea el timbre de parada. Tiene que ver a ese tipo. Sin tomar el autobús contrario, con paso rápido retrocede hasta el parque. Ya no está  el mercachife, ni la señora, ni la niña.  Sobre el banco donde estuvieron sentados, resalta un objeto que le resulta familiar. ¡Sí!, Es otro huevo sorpresa. Lo abre con impaciencia, extrae el papel y lee: En el mundo se dan mil coincidencias  al segundo. Es una gran suerte descubrir un par de ellas. ¡Buen día, caballero!

 


Y antes de que ponga fin, tal vez quiera saber el curioso lector o el paciente oyente, qué tenía el huevo sorpresa de la señora pechugona y desenfadada del mercadillo. Exhausta tras la jauría infantil, se abandonó a la quietud de la noche. Abrió el huevo, se comió las dos mitades y saboreó con placer el fino chocolate. Desdobló el papel y leyó: El agua fresca del pozo y del manantial, aviva la hermosura de la mujer bravía. Los trabajos y sofocos de la prole, felicidad  son al atardecer de la vida. Cuando arrimados a la verja del balcón, sesteando,  esperemos tal vez el incierto regreso de Ulises entre las brumas.                                                                                      F I N.

 


Dedicado este relato a los Maestros de la República. Por su buen hacer, truncado por la Historia.                                  

 

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