La situación que va a quedar después de ella va a se muy parecida al de una ciudad arrasada después de un bombardeo atómico. Salvo unas élites vinculadas al mundo de la gran empresa, la gran banca, y la alta política, todos vamos a ser muy perjudicados. Los trabajadores con unas cifras de paro insoportables, y quienes tienen un trabajo soportando unas condiciones laborales, que se asemejan cada vez a las de inicios de la Revolución Industrial. Una juventud condenada al paro, al trabajo en precario o a la emigración. Empleados públicos, puestos en el disparadero de la sociedad, haciéndoles responsables de la crisis lo que asume buena parte de la sociedad, con sueldos cada vez más reducidos y con la privación de derechos, que parecían ya consolidados.
Es tal la crueldad y el sadismo de nuestros gobernantes, que ahora la han emprendido también con el único colectivo que, hasta este momento, menos había sufrido la crisis, el de los jubilados, al recortar sus pensiones con las que están ayudando a superar las dificultades a otros miembros de la familia, como hijos y nietos. Es la dinámica impuesta por el neoliberalismo. Tal como señala Boaventura de Sousa Santos en la Quinta Carta a las Izquierdas, el neoliberalismo es, ante todo, una cultura del miedo, del sufrimiento y la muerte para las grandes mayorías. Es verdad que se ha extendido como un auténtico tsunami en la mayoría de la sociedad un miedo aterrador, propiciado por el bombardeo de continuos mensajes de la clase política, de los medios de comunicación y de la intelectualidad, que se han convertido en los mayordomos del capital. "Lo que viene es muy difícil". "Se superarán pronto los 6 millones de parados". "La Seguridad Social ha tenido que usar del fondo de reserva para pagar la nómina de los pensionistas". Así es comprensible que todos estemos atemorizados por nuestro futuro, cada vez más negro. Se esfuman todas las certezas, ya no tenemos garantía de nada, todo supone precariedad y desasosiego.
Hay un temor generalizado: los que tenemos un trabajo a perderlo y a no tener garantizada una pensión en el futuro; los parados a no tenerlo nunca; los jubilados a no poder mantener el nivel adquisitivo de sus pensiones; y todos a la perdida de las prestaciones del Estado de bienestar. Ya no existe confianza en el Estado para protegernos de los ataques implacables de un mercado desbocado, ni tampoco en los partidos políticos. Hemos interiorizado un sentimiento de culpabilidad, como si fuéramos los únicos responsables de la crisis actual. Esto nos pasa por "haber vivido por encima de nuestras posibilidades". Nosotros somos los culpables y tenemos que pagar por ello. De ahí que debamos asumir el sufrimiento por nuestros pecados cometidos. Lo grave es que lo asumamos. Como nos dice también Boaventura de Sousa Santos: ¿Por qué Malcolm X tenía razón cuando advirtió: Si no tenéis cuidado, los periódicos os convencerán de que la culpa de los problemas sociales es de los oprimidos y no de los opresores?
Una secuela gravísima del miedo es que se haya expandido la insolidaridad y un egoísmo individualista, del "sálvese quien pueda", viendo en los otros a unos peligrosos rivales que nos pueden perjudicar nuestro nivel de vida. El que trabaja en la empresa privada se alegra de la reducción del sueldo de los empleados públicos o de la pensión a los jubilados; los que trabajan o los pensionistas se quejan del subsidio de desempleo para los parados; estos ven como rivales a los emigrantes. La invención de un enemigo exterior nos impide ver que los intereses de unos y otros, de los inmigrantes, de los trabajadores, de los parados y de los pensionistas son comunes y así no surge una conciencia de solidaridad entre ellos. Por ende, se ha desactivado cualquier conato de lucha o de reivindicación para mantener nuestra situación, a mejorarla hace tiempo que hemos renunciado.
Afortunadamente parece que ya se están organizando movimientos reivindicativos de la sociedad civil, aunque da la impresión que son por cuestiones estrictamente corporativas. Las diferentes mareas van a defender lo suyo. Nuestro miedo sirve para que los auténticos culpables de la crisis duerman tranquilos. De esta minoría que se enriquece cada vez más a costa del empobrecimiento de muchos otros, no cabe esperar nada para una mejora del conjunto de la sociedad. Y es así porque como pronosticó Christopher Lasch en su libro La rebelión de las élites y la traición a la democracia los grupos privilegiados del ámbito político y financiero, han decidido liberarse y despreocuparse de la suerte de la mayoría y dan por finalizado unilateralmente el contrato social suscrito tras la II Guerra Mundial que les unía como ciudadanos, aunque no lo hicieron por sentido de solidaridad, sino por miedo a la rebelión de los trabajadores. Hoy las élites han perdido la fe en los valores, mientras que las mayorías han perdido interés en la revolución. Lo ha dicho muy bien en una reciente conferencia Josep Fontana Más allá de la crisis, Desde la Revolución Francesa hasta los años setenta del siglo pasado las clases dominantes de nuestra sociedad vivieron atemorizadas por fantasmas que perturbaban su sueño, llevándoles a temer que podían perderlo todo a manos de un enemigo revolucionario: primero fueron los jacobinos, después los carbonarios, los masones, más adelante los anarquistas y finalmente los comunistas. Eran en realidad amenazas fantasmales, que no tenían posibilidad alguna de convertirse en realidad; pero ello no impide que el miedo que despertaban fuese auténtico. De ahí las concesiones. Por ello, el sistema solo cambiará si los de arriba tienen miedo. No hay otra opción. Mientras el miedo lo tengamos los de abajo, todo seguirá igual.
Quien debe dirigir a la sociedad en este proceso de lucha contra las élites, el diálogo en estos momentos no es posible, es la izquierda, que de momento parece desorientada, al no haber sabido o querido librarse de la trampa que las derechas siempre han utilizado para mantenerse en el poder: reducir la realidad a lo que existe, por más injusto y cruel que sea, para que la esperanza de las mayorías parezca irreal. La izquierda debe combatir a la cultura neoliberal del miedo, del sufrimiento y de la muerte, contraponiendo una nueva y diferente, la de la esperanza, la felicidad y de la vida. Aquí estamos los seres humanos para ser felices, no para ser unos desgraciados.