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IGUALDAD DE GENERO

El trabajo de las mujeres


La crisis pone de relieve la importancia de la incorporación de la mujer al mercado laboral. Hoy, pocas familias trabajadoras mantienen un nivel de vida aceptable si no disponen de empleo los dos miembros de la pareja

La crisis económica actual y el brusco incremento del desempleo que ha provocado ha servido para recordar a todos, y especialmente a ese millón de familias que a comienzos de este año tenían a todos sus miembros en paro, la importancia del trabajo de la mujer.

En España -y también en otros países, como Estados Unidos- el recordatorio es particularmente necesario porque el desempleo ha castigado con especial dureza, sobre todo en el pasado año, a sectores como la construcción o el automóvil donde la presencia masculina es preponderante. Para los trabajadores de esos sectores que han pasado a engrosar las filas del paro, el trabajo de sus parejas ha pasado, de ser un valioso punto de apoyo, a convertirse en el pilar imprescindible de la vida familiar. Resulta por ello oportuno dedicar precisamente ahora algunas reflexiones al trabajo de las mujeres.

En nuestros días la incorporación de la mujer al trabajo nos parece simplemente la otra cara de la emancipación femenina. Sin embargo, en más de un sentido se trata de una visión incompleta de aquella realidad. Por un lado, porque supone generalizar lo que no es sino la experiencia de un determinado sector de la sociedad: el de las mujeres de las clases media y alta. Y por otro porque no se presta suficiente atención a los aspectos estrictamente económicos del fenómeno.

Vayamos a lo primero.

Cuando se habla de la incorporación de la mujer al trabajo como de un fenómeno característico de nuestra época se está pensando sobre todo en lo ocurrido en las economías avanzadas en las tres últimas décadas del siglo XX y entre las mujeres de los estratos superiores.

Pero, como es bien sabido, el trabajo de la mujer ocupa desde siempre un lugar central en el medio rural y en las sociedades primitivas. E incluso si restringimos nuestro foco de atención al trabajo fuera del hogar a cambio de un salario, que es en lo que estamos pensando normalmente cuando hablamos de la incorporación de la mujer al trabajo, se trata de un fenómeno bien conocido para la clase trabajadora tradicional, la de los obreros manuales. Para las mujeres de este sector social, el trabajo en talleres y manufacturas o en tareas domésticas, al servicio de las clases media y alta (por imperativos económicos y muchas veces de mala gana) fue un destino habitual que no hizo sino extenderse a lo largo de los siglos XIX y XX y que sólo en las últimas décadas de este último alcanzó a otros estamentos sociales.

La segunda precisión que conviene hacer tiene que ver con los aspectos o consecuencias puramente económicas del trabajo femenino. Y desde este punto de vista nos interesan dos tipos de efectos: la incidencia en el nivel de bienestar general del país y los efectos sobre el precio del trabajo, entendido éste en su sentido más estricto como el precio por hora trabajada que prevalece en una economía.

En cuanto al primer aspecto, si tomamos como indicador del bienestar general el nivel de la Renta Nacional (algo en lo que no todo el mundo está de acuerdo) el trabajo femenino se traduce en un aumento del nivel de bienestar. Aunque este mayor bienestar general se alcanza a base de un sobreesfuerzo de la mujer trabajadora que a menudo conlleva también un incremento de las tensiones en la vida familiar.

Pero, si nos olvidamos de estos costes, está claro que entre dos países del mismo nivel de desarrollo (lo que implicará una dotación de capital y una productividad semejantes) el que haga un uso menor del factor trabajo disfrutará de un menor nivel de renta. Y uno de los indicadores del nivel de utilización del factor trabajo -junto a otros, como el número de horas trabajadas o la tasa de desempleo- es justamente la tasa de participación o de actividad (el porcentaje que suponen los que desean trabajar respecto al conjunto de adultos en edad de hacerlo). En esa tasa una de las principales variables es el grado de incorporación de la mujer al trabajo por cuenta ajena.

El otro aspecto que señalábamos más arriba, el de las repercusiones del trabajo femenino sobre el precio del trabajo que prevalece en una economía, no tiene una lectura tan positiva. Para decirlo en pocas palabras: la incorporación de las mujeres al trabajo por cuenta ajena supone un descenso en el precio del trabajo tal como lo hemos definido antes.

Se trata de una consecuencia directa de la discriminación salarial que sufren las mujeres. Tanto de la discriminación salarial en sentido estricto (las mujeres cobran menos que los hombres por hacer el mismo trabajo) como del hecho de la mayor presencia de mujeres (sobre todo de las de más edad) en los trabajos peor pagados y de menor cualificación.

El resultado de ambos fenómenos es que la mujer recibe como media un salario inferior al hombre. En España, por ejemplo, el salario medio de las mujeres era, a principios de este siglo, un 75% del de los hombres: un porcentaje similar al de Estados Unidos, pero inferior al de la media de la Unión Europea antes de la ampliación que era del 80%.

La consecuencia es que, para el conjunto de la población trabajadora (hombres y mujeres sumados), el precio de la hora trabajada desciende como consecuencia de la discriminación salarial femenina.

Se trata además de un fenómeno que, hasta ahora, resiste tanto a las presiones sindicales como a las medidas legislativas ¿Por qué?

Aunque no podemos detenernos ahora en la explicación de los mecanismos que han llevado a ello y su lógica económica, la incorporación masiva de la mujer al trabajo ha desencadenado el correspondiente movimiento de adaptación por parte del mercado, de tal modo que, en nuestros días, el salario que asegura el nivel de vida considerado aceptable para las familias trabajadoras no es el del cabeza de familia únicamente sino el de la pareja; por lo que ese nivel se resiente gravemente cuando falla una de las dos fuentes de ingresos. Por ejemplo, en el segmento de los denominados "trabajadores pobres" (aquéllos que, pese a tener un trabajo, no consiguen superar la línea de la pobreza) están sobrerepresentados los hogares en los que uno de los dos miembros de la pareja ha perdido el trabajo: un hecho que aparece bien documentado, tanto para Europa como para Estados Unidos.

Un artículo de la revista The Economist, publicado el mes de junio de 2009, apuntaba en esa misma dirección. Comentando la situación de los trabajadores de la General Motors (el gigante automovilístico norteamericano, inmerso, como es sabido, en una profunda crisis) explicaba cómo en los años cincuenta del pasado siglo esos trabajadores ganaban lo suficiente para mantener una esposa y una familia, mientras que ahora pocos pueden sobrevivir sin que la mujer trabaje.

Y apuntaba la explicación: el descenso (en términos reales; es decir, descontada la inflación) experimentado por sus salarios a partir de la década de 1970. Justo (añadimos nosotros) en el mismo momento en que estaba teniendo lugar la incorporación masiva de la mujer al trabajo.

Si es cierta esta relación entre ambos fenómenos (el descenso de los salarios masculinos -y en definitiva del precio global del trabajo- en paralelo a la incorporación masiva de la mujer al mundo de la producción), la conclusión no sería que las demandas feministas han desembocado en un fiasco, sino que el análisis económico sigue siendo la verdadera piedra de toque de las reivindicaciones políticas.

Mario Trinidad, ex diputado socialista, es escritor.
El Pais