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Sobre igualdad y discriminación de género

Según la estadística "Mercado de Trabajo y Pensiones en las Fuentes Tributarias" relativa a 2005, las mujeres ganan un 30 por ciento menos que los hombres, dato que hay que recibir con un cierto optimismo porque, según las mismas fuentes, la diferencia hace cinco años era del 32,6 por ciento; pero no conviene despegarnos de la realidad.


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Trabajo "Sobre igualdad y discriminación de género", elaborado por la Fundación Sindical de Estudios y publicado como el nº 6 de Apuntes de coyuntura (pulsar aquí para descarga pdf)

Hablar de discriminación salarial hacia las mujeres, de discriminación laboral o de discriminación, a secas, amenazaría con convertirse en un tópico, de no ser porque las cifras, tenaces, siguen hablándonos de una realidad, la de las mujeres, difícilmente comprensible si no es vinculada a los distintos mecanismos de exclusión, segregación, y minusvaloración que históricamente han operado sobre el colectivo femenino hasta configurar una sociedad sexista en que las mujeres llevan la peor parte y que, además, continúan operando.

Como acabamos de señalar, esta realidad se deja sentir en las distintas dimensiones de la vida de las personas y también en el ámbito laboral. La incorporación de las mujeres a la actividad laboral define una tasa de actividad femenina en nuestro país de un 46, 95 por ciento, con una diferencia de más de 17 puntos de la tasa de actividad masculina, con un valor del 64,37 por ciento. Ciertamente, en los últimos años, la tasa de actividad femenina se ha incrementado, pasando de no alcanzar apenas el 40 por ciento en 1998 a sus valores actuales; pero también lo ha hecho la tasa de actividad masculina, de tal modo que entre ambas tasas se ha experimentado una evolución diferencial de sólo 3,29 puntos.

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Mayor diferencia encontramos en la tasa de ocupación femenina, con un valor del 40 por ciento, aún lejos, por tanto, de la tasa de ocupación masculina, que se sitúa en un 62,9 por ciento, pero muy próxima ya a la media de la UE.

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Simétricamente, la tasa de paro femenina, que se sitúa en nuestro país en más del 12 por ciento es muy superior a la tasa de paro masculina, con valores del 7,5 por ciento, pero tiende a converger con la tasa de paro femenino media de la UE.

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La interpretación de los anteriores datos no ofrece muchas alternativas: la mayor voluntad de incorporación al mercado laboral de las mujeres no cuenta, por parte de las empresas con una mayor aceptación de la mano de obra femenina, porque de lo contrario, tanto las tasas de ocupación como las de paro por género se habrían homogeneizado más.

Pero es que además, ciñéndonos a lo que nos indican las tasas de paro, éste no es homogéneo en el colectivo femenino en función de la edad, y presenta una clarísima diferenciación por sexo también en función de la edad: Ambas tasas, masculina y femenina, decrecen conforme aumenta la edad, pero, coincidiendo con la edad de mayor fecundidad, entre los 30 y los 45 años, la tasa de paro femenina vuelve a aumentar, en tanto que la masculina continúa decreciendo. Nótese bien que hablamos de la tasa de paro, es decir, de mujeres que queriendo trabajar, son rechazadas por los empleadores, y que ese rechazo se incrementa cuando las mujeres tienen hijos de corta edad.

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Esta exclusión de las mujeres del mercado laboral en función del estereotipo de género que atribuye a las mujeres una mayor dedicación a los cuidados de la infancia (aún cuando su voluntad de trabajar desdiga el estereotipo), se pone más de manifiesto si analizamos el paro de larga duración:

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Podemos comprobar que la franja de mujeres de edad comprendida entre los treinta y los cincuenta años suponen más del 60 por ciento del colectivo de personas paradas de larga duración, y que ese porcentaje se sitúa prácticamente en el 72 por ciento en el tramo de edad de 35 a 39 años.

Queda patente, pues, que el mercado laboral en nuestro país funciona según una lógica de exclusión de las mujeres, lógica que se intensifica en los tramos de edad que coinciden con la maternidad y los cuidados que de ella se derivan.

Pero vayamos con la segregación.

En nuestro país, las mujeres no se distribuyen de manera homogénea por todos los sectores de actividad económica, y así, en tanto suponen más de la mitad de quienes trabajan en el sector servicios, su presencia en el sector de la construcción es prácticamente testimonial, no llegando a constituir tan siquiera el 5 por ciento de la población ocupada en este sector.

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Esta segregación se deja sentir no sólo por grandes sectores de actividad económica, como acabamos de mostrar, sino también en lo que atañe a los grandes grupos de ocupación.

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Podemos observar como la proporción de mujeres más elevada se halla en los empleos de tipo administrativo, y los trabajos de servicios de restauración, personales y de comercio, así como en los denominados “trabajos no cualificados” y, en el extremo opuesto, entre el personal técnico profesional científico e intelectual. En sentido inverso, su presencia no supera el 15 por ciento entre el trabajo cualificado en industria manufacturera, construcción y minería, en el caso de operadoras/es de maquinaria, y en las fuerzas armadas.
Podemos considerar equilibrada su presencia en el caso de Dirección de empresas y administraciones públicas, entre el personal técnico y profesional, de apoyo.
Verificamos así una auténtica segregación ocupacional que produce el efecto de feminización de algunas ocupaciones, de masculinización de otras, y mantiene como neutros tan sólo dos grandes grupos de ocupación.

Esta segregación no guarda correlación, además, con el nivel formativo de hombres y mujeres en nuestro país que, excepto en el caso de la población analfabeta, en que las mujeres suponen el 70 por ciento, es bastante equilibrado.

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Por consiguiente, la segregación de las mujeres en el mundo laboral, además de ser un hecho evidente, parece configurarse en torno a patrones no objetivos, por lo menos en lo que a los niveles educativos o formativos se refiere, y habrá que buscarlo, de nuevo, en estereotipos de género vigentes en nuestra sociedad, asumidos también por las propias mujeres, que hacen que éstas accedan a sectores de actividad y ocupaciones que, de alguna manera, guardan un cierto correlato con las actividades tradicionalmente desempeñadas por mujeres, como los servicios personales.

Por último, debemos abordar lo que hemos denominado “minusvaloración” hacia las mujeres, referida, en este caso, al ámbito laboral, en el que el valor del trabajo, además de una componente social tiene un referente objetivo en el salario o, dicho de otra manera, la menor valoración del trabajo femenino tiene su traducción objetiva en el salario.

Decíamos al principio de este documento que las estadísticas tributarias hablan de una diferencia salarial del 30 por ciento entre hombres y mujeres en 2005. Ahora bien, cuando se habla de diferencias salariales hay que distinguir entre discriminación salarial y brecha salarial.

La Brecha Salarial es la diferencia porcentual entre los salarios medios de hombres y mujeres, y es posible descomponerla en dos factores básicos: la diferencia salarial a iguales características (que es lo que constituye la discriminación salarial, propiamente dicha) y la diferencia salarial debida a diferentes características, es decir, la debida a diferencias en variables tales como la experiencia, el nivel educativo, el tipo de contrato, la antigüedad en la empresa, el tamaño de la empresa, el ámbito del convenio, el sector de actividad y el tipo de ocupación.

Pues bien, diversos estudios coinciden en imputar la diferencia en los ingresos salariales entre hombres y mujeres (el aludido 30 por ciento) a la discriminación salarial pura, esto es, a iguales características, en una proporción del 20 por ciento, y el restante 10 por ciento al resto de los factores que acabamos de señalar, poniéndose así de manifiesto el hecho de que se trata de una minusvaloración del trabajo de las mujeres por el mero hecho de ser realizado por mujeres.

El papel central que ocupa en nuestra sociedad el trabajo, no sólo por lo que atañe al hecho de que es la principal fuente de ingresos de la mayor parte de la población, sino porque tiene valor social y personal en sí mismo, hace que la discriminación en el ámbito laboral incida muy significativamente en la configuración de la pobreza, medida ésta no sólo en términos económicos, sino en lo que viene definiéndose como pobreza humana, en la que se consideran los siguientes factores:

• El porcentaje de personas que se estima que no sobrevivirán más allá de la edad de 60 años, que se denomina Índice de Privación de Salud (IPS).

• El porcentaje de adultos que son funcionalmente analfabetos, que se denomina Índice de Analfabetismo Funcional (IAF).

• El porcentaje de personas que viven por debajo del umbral de la pobreza (cuyo ingreso personal disponible es inferior al 50% de la mediana del ingreso), que se denomina Índice de Pobreza de Ingreso (IPI).

• La tasa de desempleo de larga duración, que se denomina Índice de Exclusión Social (IES).

Pues bien, la diferencia entre hombres y mujeres en nuestro país en relación al Indice de Pobreza Humana es de más de un punto y medio, poniendo así de manifiesto no sólo el hecho de que hemos construido una sociedad que sitúa en riesgo de exclusión a la quinta parte de su población, sino que mantiene mecanismos que hacen que las mujeres sean más vulnerables que los hombres.

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Mediáticamente, el discurso acerca de la discriminación de que son objeto las mujeres, la identificación de sus causas, de sus micropolíticas específicas, ha sido sustituido por la descripción estadística, por la “perspectiva de género”, por la casuística; sus reivindicaciones, también específicas, son atendidas por políticas generalistas que, pretendidamente, hacen que la igualdad entre hombres y mujeres esté, prácticamente, al alcance de la mano y que, pretendidamente también, “respetan” la voluntad y el arbitrio de cada mujer. La única realidad que las afecta digna aún de ser tenida en cuenta parece ser la violencia física extrema, esto es, la muerte. El conflicto se convierte así en un elemento residual y anecdótico, no generador de dinámicas sociales; todo lo más merecedor de una puntual atención.

Pero el sindicalismo no puede colaborar en este proceso de ocultación; bien al contrario, se pueden y se deben definir estrategias, actuaciones y discursos sindicales que nos permitan avanzar, de manera real y significativa, en materia de igualdad entre hombres y mujeres.

Para ello el sindicalismo tiene que identificar con seriedad, con rigor, coordinada y coherentemente, todo su potencial de influencia, toda su capacidad de intervención.

Como parte contractual, legitimada merced a un proceso electoral en virtud del cual representa la voluntad de los trabajadores y trabajadoras, el sindicalismo tiene la capacidad de intervenir en el establecimiento de las relaciones laborales y su gobierno ulterior, a través de las comisiones de seguimiento.

Como interlocutor, legitimado también en a través de un proceso electoral acumulado, de los distintos gobiernos, está capacitado para llegar a acuerdos en el establecimiento de políticas sociales, económicas o laborales.

Como agente social, igualmente legitimado, tiene capacidad de influencia, a través de su participación en distintas instituciones y organismos que elaboran o ejecutan las diferentes políticas.

Como organización sociopolítica, tiene la capacidad de elaborar iniciativas y propuestas, analizar y valorar las iniciativas y propuestas de otros ámbitos e instituciones, y generar y establecerse a sí mismo como referente social de opinión.

Como organización democrática, tiene la capacidad de construir, articulando las voluntades e intereses parciales, individuales, diversos, sus iniciativas y propuestas, sus análisis y valoraciones y sus opiniones.

Como organización, a secas, tiene la capacidad de revisar y establecer sus propios mecanismos de incorporación, vinculación, participación y gestión de sus recursos humanos.

O dicho de otra manera, el sindicalismo, las organizaciones sindicales, tienen capacidad política, normativa, de organización, de administración, de gestión y de opinión.

Así pues, no es el definido por el sindicalismo un espacio residual la lucha contra la discriminación hacia las mujeres y en el avance hacia la igualdad de oportunidades y de trato entre hombres y mujeres. A menos que lo quiera ser.


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